jueves, 23 de julio de 2009

¿Le damos o no le damos?

Ha pasado tanto tiempo desde la última entrada en este relato, aquella en donde describí como mi hija de entonces un año y medio comió con desesperación unos trocitos de pollo a la plancha y nos tuvo en un frenesí de llamadas telefónicas para controlar si hacía reacción alérgica o no. Pues, para los que entienden lo que es mirar un alimento con temor, les cuento que Rocío toleró el pollo aquella vez. Después de 2 meses, toleró carne de res, carne de cordero y finalmente, gracias a algunos incidentes totalmente circunstanciales, Rocío nos fue mostrando que a pesar de todas mis predicciones poco alentadoras, ella estaba superando sus alergias. ¿por arte de magia? Creo que no. Creo que la magia en la recuperación de Rocío se llama simplemente: un buen tratamiento.

En fín, el cuento es que Rocío toleró bien el pollo orgánico y alimentado únicamente con maíz y agua, muy bueno, blanco, sabroso, muy tierno y muy caro el condenado pollo. En Chile, este pollo, si no vives en el campo y lo crias tú mismo, cuesta el equivalente a 3 veces lo que cuestan los pollos comunes que encuentras en el supermercado. Salen como 30 dólares una bolsa de más o menos 1 kilo y medio de pollo. Así que lo comprábamos igual, porque era la única carne que podía tolerar mi hija, y mirábamos todos en casa como Rocío comía su pollo mientras que todos los demás en la familia comíamos nuestro pollo común y corriente, más duro, medio amarillo-casi naranja y posiblemente muy inflado de hormonas y preservantes del supermercado. Pero la felicidad de verla comer este pollo en su habitual dieta de arroz, quinoa y papas, valía cualquier precio.
Así pasaron los meses hasta que un día envalentonados por la tolerancia al pollo sin ningún incidente, le dimos a Rocío carne de cordero. Estábamos en un restaurante de carnes esperando nuestros platos y le habíamos servido a Rocío su habitual comida que llevábamos a todas partes, pollo a la plancha, quinoa y arroz.
Pero cuando llegó mi cordero a la parrilla, Rocío de 1 año y 8 meses más o menos, me quedó mirando esperando una explicación. Yo ya estaba casi articulando mi sonriente discurso "ésta es la comida de mamá y ésta es tu bla, bla, bla, bla..." pero antes de empezar, mi marido me dijo casi abogando por mi hija, por la situación, por una oportunidad de cambio en nuestra vida "ya come pollo, podríamos probar..."
A lo mejor suena medio tonto todo este detallado relato, pero repito, para los que saben lo que es tener un niño con alergias alimentarias, este momento es casi como debatirse en apretar o no un botón con el que aceptas apostar millones de algo, en nuestro caso, millones de momentos de felicidad en la salud de nuestra bebé.
Era un momento de decisión y pasada la angustia y la duda típica del crucial "le doy o no le doy", finalmente arranqué un pedacito de cordero y se lo metí en la boca. Le dí, mientras, su papá empezó a cortar rápidamente otros pedacitos y los ponía cerca de ella.
Rocío miró a la pared y masticó seria y pensativa.
La mirabamos inmóviles. Escupió.
Pero no vomitó.
Reaccionamos y le limpiamos la boca y le dimos agua. Tragó, sonrió, dijo algunas cosas, nos reímos nerviosos, mirándola y comentando consolantes "bueno, bueno, fue buen intento, después comerá".
Empezamos a comer, yo mi cordero y mi marido su tira de asado, y me preparaba para darle a mi hijita su pollito casi frío traído de casa cuando ella se me adelantó y empezó a comer sus pedacitos de cordero.
Nos volvimos a congelar y la mirábamos. Ella masticaba sonriente y cuando podía decía "cane, cane" y sonreía.
No hizo alergias.
Después de unas semanas un día nos sentamos en la misma mesa de ese lugar de carnes, donde el camarero ya había escuchado antes nuestra historia de Rocío y que cuando nos veía entrar se apuraba a acercarse a nosotros esperando que le pidamos el plato vacío para la comida de Rocío que traíamos de casa.
Esta vez, no traíamos la comida. Nos sentamos y sin el respectivo 'le damos o no le damos' pedimos filetes de res para todos. Mi marido cortó los pedacitos de carne de vaca para Rocío, que esperaba ansiosa. Aunque parezca un evento poco memorable ya que no hicimos el respectivo diálogo al respecto, sí, comentamos en el momento la felicidad de Rocío al comer la carne e intentábamos mi marido y yo hacer como si nada estuviera pasando, sin éxito honestamente, ya que igual la situación era extráñamente sensible para nosotros aunque intentáramos ocultarlo.
Yo miraba a Rocío con emoción y, sin poder evitarlo, sentía como siempre ese apretón en el estómago de pensar que siempre había una posibilidad que algo vaya mal y que las pesadillas de las reacciones de alergia volvieran.
Pero, sacudí la cabeza y me enfoque en la imagen de mi marido, quien me miraba sonriente y preparaba el plato de Rocío, como si hubiera esperado mucho tiempo por servirle un buen pedazo de carne.
Rocío, Rocío, ¡cómo le gusta la carne!