jueves, 24 de enero de 2008

"Arroz, pollo y avena"

La indicación de la pediatra era bastante simple: nada de leche, soya, ni derivados de ambos. Parecía fácil. Yo puedo vivir sin leche, no me gusta el queso y la salsa de soya me es indiferente. Así que todo estará bien, pensé positivamente. Sin embargo, después de la primera visita al supermercado con la intención de comprar alimentos que podía comer, las cosas se pusieron de color de hormiga.

Si te pones a ver detenidamente la descripción de los alimentos, no hay casi nada que no contenga: leche, suero de leche, aceite de soya o aceite vegetal que puede ser de soya, conservantes naturales que generalmente estan hechos de soya, colorantes artificiales que son hechos de leche y muchos detalles más que aprendí después, después de empezar a entender además los términos técnicos que quieren decir que contienen las temidas proteínas de las que estamos hablando.

Regresamos a casa cabizbajos y con muy pocas verduritas en nuestro carrito de compras.

Por cuatro meses tuve la infame dieta de "arroz, pollo y avena", nombre en honor a una gran compañera de combate, una madre que también estaba peleando la misma batalla y en la que me apoyé en los momentos oscuros. Y sí, no había mucha opción. No comía nada que este procesado o que viniera envasado. No podía comer pan, fideos, aceites, galletas, conservas, por supuesto ningún postre, dulce, caramelo, chicle, papita, chisito, gelatina, nada ... la lista es muy larga. Ni siquiera podía comer algo como lentejas o frijoles aunque los cocinara yo misma desde cero. ¿Por qué? Porque después aprendí también que existe la 'contaminación cruzada' que es cuando un alimento es lavado o embolsado en un lugar donde se ha usado el alergénico que estamos tratando de eliminar.

El tema fue bastante duro. Este túnel estaba más oscuro que un murciélago porque además de la soledad alimentaria en la que me encontraba, también estaba sufriendo de aislamiento social. Tenía miedo ir a la casa de alguien y tener que ser siempre la que no puede comer nada. Tampoco podíamos ir a un restaurante porque era una locura pretender que me preparen algo a la medida de mis restricciones. Fue duro, duro para mí, duro para mi compañero de toda la vida y duro para mi bebé porque a pesar de nuestro tremendo esfuerzo, después el tiempo nos enseñó que este plan no es siempre el más adecuado.

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